Las murtas





Las murtas 

                              

 

- ¡Ese turro me las va a pagar! ¡Lo juro!

Así escuché a mi mamá esa tarde que volvíamos del silencio.

Esa noche murió atragantada de bronca.

 

Recuerdo los abrazos, las lágrimas. Yo pasmado, cuarenta días después del entierro.

Por ese entonces tenía catorce años. Margarita, así se llamaba, se había hecho una tira de perdones. Y bien digo: una tira. Una tira larguísima con grullas de origami, resuelta tiempo después en una cortina inacabada para la arcada que dividía la cocina del comedor.

Cuando doblaba papelitos, perdonaba; una grulla salía para acercarse al cielo.

Estoy seguro que se fue al cielo.

Ellos nunca vivieron juntos. Se quedó embarazada porque ya tenía treinta y seis, y quería ser madre. Entonces buscó un amigo, lo metió a la cama una vez y ¡Listo! Nací yo en su “egoísmo estructural” como decía ella. Sin embargo, yo creo que era un amor guardado para mí.

 

- Mami ojalá te cuelguen murtas del pelo…

- ¿Qué decís pavo?

- ¡Eso! Si todo tu pelo negro diera frutas rojas te verías re linda.

- ¡Mirá que sos raro vos!

- ¿Raro?

Y nos reímos fuerte, repitiendo esta escena mil veces.

 

Una palabra, otra palabra, y otra palabra a un verso, a un poema, a un relato, a una historia que nos gustaba contarnos. Mamá leía cuando podía. Podía poco entre el trabajo, la casa y el trajín del ir y venir conmigo, quizá por eso escribíamos poco y narrábamos tanto.

 

Él me llevaba, ese era su deseo. Desde que nací y durante toda mi infancia, tres horas todos los días a su casa. Mostraba su amargura sin decirme palabra: era todo afonía en ese lugar.

 Los fines de semana íbamos a cualquier lugar público o con público para que vean su pena. En una época se le dio por llevarme a los cultos de la iglesia Mahanaim, ahí sí que era una víctima con todas las letras ¡Hasta andaba con los zapatos gastados!

Después, estudió leyes, del código civil a ordenanzas municipales, hurgueteaba porfiado en la normativa para ver en qué momento podía mostrarle alguna falta. Me acuerdo que una vez lo logró. Fue cuando nos habíamos mudado a una casa chiquita, en un barrio que todavía no tenía los desagües, allí el dueño de la casa, como era buen tipo, soldó entre sí unos tambores para que yo no cayera al barro de esas zanjas mientras andaba en bici.  Un día, estacionó una camioneta roja de la municipalidad, unos inspectores labraron un acta de infracción del valor del alquiler por esa obra provisoria. Qué insensatez.

 

A pesar suyo, ella era feliz, brillaba hasta cuando me gritaba que deje la play y vaya por la tarea, e incluso cuando lo que no valía la pena se transformaba en capricho.

 

Una vez encontré una carta que ella olvidó, la guardé por años. Supongo que la escribió con el mismo ánimo de hacer pliegues en los papeles de colores.

 

Cuando murió, encontré más cartas sin cartero. Me quedé con los abuelos. Él pasó la cuota alimentaría religiosamente y la única vez que me llamó para encontrarnos le dije que no quería verlo más, y no insistió.

 

Dos años después, me pidió que vaya a visitarlo. Fui. En el camino olí margaritas, aunque no era septiembre.

Porque mi cráneo fue tantas veces la pared de sus sonidos reflejados, porque escuché el eco de su celo, juré no morir atragantado. Llegué con los puños apretados de cada caricia.

Frente a la puerta de madera, escuché lamentos. Entré.

 

-        ¡Hijo de puta! ¡La puta madre que te parió! ¡A vos no te nacen las murtas, no son para vos!

 

Y me tiré encima, goloso de sus pensamientos, de apretar la maldad, para rescatar a esos dos inocentes que tenía encerrados en el jardín de su cabeza. Le saqué todas las murtillas que brotaban, me las comí una a una. Me llené la panza y todavía le quedaba una mirada, entonces alcancé el espejo que colgaba en el recibidor, se lo puse enfrente:

- ¿Ves? Tocame, tocame ahora!!  Es la medusa la que te está lapidando.

 

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Con mis compañeros jugamos a las palabras cruzadas, al pensante, resolvemos crucigramas, dotamos a las horas de cadáveres exquisitos y acrósticos.  Quise armar la ludoteca y me dejaron, construí juegos de mesa, hice murales. Hago de todo. Incluso escribo, algunas veces narro para las visitas de los fines de semana.

 

A menudo, cuando me siento en la sala grande a doblar papelitos, las bayas rojas aparecen y renace el sabor de las murtas frescas que coseché esa tarde de mayo.

 

 







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